La noche cayó de golpe para los dos. La obscuridad se apoderaba rápidamente de la totalidad de sus mundos. Él estaba en su cuarto, sentado (y observando su reflejo) en el frío piso, escuchando el silencio, aterrado; jugaba en cada instante con sus dudas, mientras una enérgica brisa helada rozaba su rostro y agitaba sus cabellos, desordenándolos. Ella se encontraba acostada en las entrañas seguras de un bosque, apoyada en un árbol coposo e inquieto, miraba el cielo pintado de manchas brillantes, así se sentía insignificantemente pequeña en comparación a la vida presente en esa obra, pintada por Alguien Anónimo, jamás conocido.
Ambos sumergidos profundamente en los caudalosos ríos de sus dudas, dejaron escapar una sonrisa al mismo tiempo, sin saberlo. Ella escuchaba el murmullo de la hierba agitarse a su alrededor. Permanecía con sus ojos cerrados, consciente que no podía ver nada en la noche, a excepción del cuadro lejano sobre su cabeza. Olía la virginidad del bosque, que se filtraba nítidamente por sus narices, llegando hasta sus lugares más profundos, logrando adormecer todo su cuerpo. Él se hacía con el frío omnipresente, dudando, como siempre había hecho. Buscando una forma de mezclar, desesperadamente; pasado, presente y futuro en una realidad única. Permanecía intranquilo en su cuarto que, en ese momento, era un oscuro juego de sombras tenebrosas alterando sus nervios, quitándole el aliento. Más allá de sus miedos, en ese instante, ambos estaban seguros en sus sagrados polos opuestos, sin saberlo.
Transcurrido un lapso de la noche, la brisa helada comenzaba a ser olvidada. Los miedos empezaban a desaparecer. Las dudas se hundían en el agua para volver a salir a flote en otro instante. El cuadro de Alguien Anónimo dejaba de ser inmenso, era una pequeña partícula que, ambos, sin saberlo, tomaron al mismo tiempo.
Primero ella, luego él. Ambos se desplomaron de la realidad y comenzaron a vagar por sus sueños, su mundo onírico lo fue todo por un instante, en donde solamente se encontraban los dos. Por única vez, vieron sus rostros, palparon sus mejillas y comenzaron a besarse, convirtiéndose en la nueva obra de Anónimo. Primero ella, luego él. Se desprendieron de sus ropas, sentían su verdadera naturaleza fluir, luego de haberla olvidado durante tanto tiempo. Sus ojos se encontraron, profanando su
intimidad. Amor. Primero él, y luego ella. Cerraron sus parpados, cansados de imaginar, tratando de desprenderse de sus sueños, llegando al final de la cuerda, endeble, que en cualquier instante podían cortar. Él decidido no abandonarla, abrió sus ojos dentro de su mente y ahí la encontró, al frente suyo, nuevamente. Golpeó sus mejillas suavemente para que ella no despertara del sueño. No lo hizo. Ambos comenzaron a nadar en un inmenso casi-interminable mar, nadaron juntos por casi-toda-la-eternidad. Juntos dentro de sus sueños, los cuales parecían no acabar, sus sueños eran, en ese momento, la realidad. Juntos, sin nadie más. Junto. En lo casi-infinito.
El día comenzaba tímidamente a esas horas de la mañana. La estática imagen que antes solo variaba con el soplar del viento, se había convertido en tenues movimientos de personas. Ella estaba apoyada en un árbol que, ahora, le aportaba sombra, sin dejar que los suaves rayos de sol le molestaran. La brisa susurraba cálidamente en sus oídos. En el pasto veía como algunas pequeñas flores comenzaban a abrirse al encontrar a su Dios aportándole vida. El sentía el suelo tibio, como era costumbre a esa hora en esos días de primavera. Sus cabellos poblaban su frente e inútilmente trataba de peinarlos. Ambos, al mismo tiempo, se estiraron y bostezaron. Carraspearon y rasguñaron sus ojos. El se levantó del suelo, así como ella se alejaba del cálido bosque, al mismo tiempo, sin saberlo. Sentían deseos de alimentar su estómago después de una noche más de sueño. Ya incorporados, comenzaron un nuevo día, común y corriente, sin siquiera darse cuenta, sin estar conscientes que, en la inmensa eternidad, ellos se alcanzaron a conocer.
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